Con ‘P’ de Pueblo, por Marta Sastre Barrionuevo

Con P de Pueblo

A menudo reflexiono sobre un cambio que marcó profundamente a la generación de nuestros padres. Durante los años sesenta, miles de españoles abandonaron el campo en una silenciosa migración hacia ciudades industriales como Bilbao, dejando atrás una vida humilde, pero sostenida por la comunidad y el contacto con la tierra.

Bilbao se convirtió en uno de los grandes polos de atracción de trabajadores, especialmente desde provincias más rurales como Palencia. La mecanización del campo, la falta de oportunidades y la esperanza de una vida menos dura impulsaron a muchas familias a emprender ese viaje. Mientras los adultos buscaban estabilidad laboral cerca de las fábricas y astilleros, los pueblos quedaban más vacíos, aunque seguían siendo el corazón emocional de muchas familias que regresaban siempre que podían. Esa transformación social modificó para siempre el camino vital de muchas familias, incluida la mía.

Yo crecí entre dos mundos. Los veranos los pasaba en el pueblo con mi abuela, donde la vida tenía un ritmo pausado y lleno de magia para una niña de ciudad. Disfrutaba como nadie subiéndome al tractor de los vecinos, observando cómo apaleaban las alubias en la plaza, el trillo, las vacas, las ovejas. Recuerdo cómo “los hermanos”, que así los llamaban, llegaban cada semana con una furgoneta cargada de productos que en el pueblo no se encontraban. Mi prima y yo corríamos a pedirle a mi abuela que nos comprara nocilla o aceitunas. A mi prima le encantaban las aceitunas, era para nosotras el mejor momento de la semana, un pequeño acontecimiento que esperábamos con ilusión infantil. Era un espectáculo cotidiano que entonces subestimaba.

Reconozco que los miraba con el orgullo ingenuo de quien crece en la ciudad creyendo que allí estaba el futuro.
Qué poco sabía yo de la vida. Hoy lo recuerdo con nostalgia, admiración y envidia sana. Vivir rodeada de naturaleza, sin el estrés de jefes, hipotecas imposibles, contaminación constante y alimentos envasados, me parece un privilegio. Ahora veo a muchos de aquellos vecinos manejando tractores que valen tanto como coches de alta gama. Trabajan duro, sí, aunque con una dignidad y libertad que escasean en la jungla de cristal.

A veces me pregunto por qué la juventud continúa persiguiendo un modelo urbano que nos condena a pagar una hipoteca o un alquiler durante décadas. En los pueblos, casi todo sigue siendo más accesible, más humano y más seguro. Todavía se puede dejar la puerta abierta, aunque no tanto como antes. Todavía los niños pueden jugar en la calle sin la amenaza constante del miedo.
Cuando cuento a mis hijos que en el pueblo solo había un teléfono en casa de una vecina y que los domingos nos vestíamos con nuestras mejores galas para ir a misa, ellos me miran con pena. Lo que no saben es que yo tampoco cambiaría aquellos veranos por el último modelo de smartphone. Allí aprendí que el valor de la vida no lo dicta el dinero, sino el arraigo, la comunidad y la conexión con la tierra.

Hoy en día os miro con cariño y admiración, vecinos del alma. A Angelines y Miguel, que nos regalan huevos recién cogidos que saben a gloria y que, cada vez que entran por la puerta, iluminan el día.
A Quines, que siempre me arranca una sonrisa y nos ayuda con la huerta como si fuera suya. A Santiago y Julián, que permiten que mis hijos disfruten del mayor regalo posible: jugar con corderitos recién nacidos. Y a Nino, que cuando alguien llega a casa se apresura a preguntar quién es, guardián fiel de nuestra pequeña felicidad diaria.
Con “P” de pueblo, porque lo llevo en las venas y porque me encanta.

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