Marta Sastre Barrionuevo (Periodista / Piloto)
Este mes quiero hablar de la manera de querer de los hombres en general. Al menos el amor que a mí personalmente me interesa, ese que no viene con flores ni con corazones, sino con algo mucho más útil: “si me quieres, hazme la vida agradable”. Mi madre, que es como un oráculo de andar por casa, lo resume así. Y francamente, debería estar bordado en cojines, tatuado en brazos y colgado en los ayuntamientos.
He aprendido mucho trabajando rodeada de hombres. Mucho. Por ejemplo, que en mi próxima vida quiero ser uno. ¡Qué paz mental manejan! Se quedan mirando al infinito, como las vacas ven pasar el tren, sin pensar en nada. Ni en problemas, ni en conversaciones, ni en si dijeron algo inapropiado en 2011. Nada.
Mientras yo llevo noches analizando por qué respondí “jajaja” con tres jotas en vez de dos, ellos están procesando aire. Increíble. Maravilloso. Inalcanzable, totalmente envidiable. Señoras, no interroguen a su pareja por mirar a la nada y no hablar, es cierto que no está pensando en otra, simplemente está en modo página en blanco. No les critiquen, envidiénlos porque eso, Señoras mías, es la felicidad absoluta.
Los científicos dicen que el cerebro está diseñado para resolver problemas. El de las mujeres, quiero decir, porque si por ellos fuera, los problemas se resolverían solos por abandono emocional.
En mi último viaje conocí a un inglés encantador (casado con una italiana, que eso ya es un deporte olímpico). Él ha descubierto una técnica revolucionaria: cuando su mujer se pone “intensita”, él saca a pasear a los perros. ¡Qué estrategia! ¡Qué nivel táctico! Sun Tzu estaría orgulloso.
Vuelve cuando pasa el huracán y todos felices. Cuando otros la tacharían de “loca”, mi compañero ha aprendido a leer su alma y anticiparse a sus necesidades, pero claro, ellos no han intentado nunca sobrevivir a un trabajo, una familia y, además, seguir siendo delgada, divina y graciosa.
Con razón no entienden nada: ellos no paren, no tienen hormonas bailando claqué y cuando les salen canas son “interesantes”. Nosotras con canas somos “dejadas” o “carne marujil”. Ellos con barriga: “qué tierno”. Nosotras con barriga: “qué descuidada”. Él con una joven: “un madurito interesante”. Ella con un joven: “una asaltacunas desesperada”.
Ya saben, la sociedad, ese lugar mágico donde la lógica viene a morir.
Eso sí, tengo que reconocer que los hombres con la edad maduran. No todos, claro, algunos siguen en modo “niño de 12 años con barba”. Pero los que sí, buscan paz. La paz del guerrero cansado de las vicisitudes de la vida.
Ya no quieren una mujer perfecta, quieren una que no grite al verles dejar los calcetines en el salón. “Serenidad, amigo, yo ya sólo busco serenidad” decía Antonio Gala con su voz engolada.
Muchos -muchísimos- se arrepienten de haber dejado a su mujer cuando se vuelven a casar. Porque la pasión con la nueva dura lo que dura, dos meses y una foto en Instagram. Luego llega la rutina y piensan: “Pues igual la primera no era tan mala… y además me perdí a los niños creciendo”.
Qué sorpresa, eh. Ni que fuera predecible.
La mayoría de los hombres no tienen malicia. Pero existe ese pequeño grupo -muy pequeño, dicen- que te llevan directo al infierno emocional sin pasar por casilla de salida.
¿Cómo reconocerlos? Fácil: Si al principio parecen demasiado encantadores… sospecha. Si hablan solo de sí mismos… sospecha más. Si mienten por deporte… corre. Corre como si te persiguiera Hacienda.
La confianza es delicada: tarda años en construirse y un segundo en romperse. Como las relaciones, o como los móviles cuando se te caen por primera vez. Ahora lo llaman “red flags” o bandera roja. Yo lo llamo, pies para que os quiero, que como dice el refrán “nadie da duros a cuatro pesetas” y perdón a la “chavalada” que no sabrá lo que es un duro o una peseta.
Pero calma, no todo es tragedia. Aún existen parejas que envejecen juntas y se quieren incluso cuando la piel se descuelga y los huesos crujen. Esa gente que se mira con ternura porque saben que se han sobrevivido mutuamente.
Y de verdad, me conmueve. Es como ver dos reliquias arqueológicas que aún funcionan.
Mis padres, sin ir más lejos. Discuten, claro, pero no pueden vivir el uno sin el otro. Y a mí se me parte el alma cada vez que se separan dos días… aunque, a veces sólo sea para seguir discutiendo.
Con P de pausa.




