Marta Sastre Barrionuevo (Periodista / Piloto)
En un mundo sacudido por guerras, tensiones geopolíticas y crisis humanitarias, tener la fortuna de vivir en un país sin conflictos bélicos es un privilegio inmenso, aunque a menudo pase desapercibido. La paz no siempre se nota en lo cotidiano, pero su ausencia se siente de forma devastadora.
Hace poco, justo antes del último estallido del conflicto entre Israel e Irán, me tocó volar a esa región y hospedarme allí. Cuando sonaban las alertas, nos dirigíamos a una suerte de refugio que tenía el hotel, un recordatorio silencioso pero contundente de lo que significa vivir bajo amenaza constante.
Lo que más me sorprendió fue la vibrante vida de Tel Aviv, la capital de Israel: parecía una pequeña Ibiza, con música que no cesa por la noche, playas llenas de vida y una energía contagiosa. Los viernes por la noche, la ciudad se transforma con la llegada del sabbat: cánticos, pañuelos en la cabeza, familias compartiendo en comunidad… una escena que transmite tradición y espiritualidad.
Pero la inestabilidad está presente, aunque en segundo plano. En el aeropuerto y en muchas calles, los muros están cubiertos de fotografías de ciudadanos secuestrados y torturados durante el ataque a un concierto. Son imágenes difíciles de ignorar, que devuelven al visitante a una realidad cruda, lejos del bullicio costero y la aparente normalidad.
Recuerdo también el momento en que sobrevolamos cerca de Palestina rumbo a nuestro destino. Fue sobrecogedor. Pensar que, a tan solo unos kilómetros de donde nos hospedábamos, había personas viviendo bajo condiciones extremas, con miedo, con dolor… me parecía increíble. Y profundamente injusto.
Esta personita que les escribe no quiere pronunciarse a favor ni en contra de ninguna de las partes. Me parecería una falta de respeto. No soy quién para tomar partido en un conflicto que lleva siglos, lleno de heridas abiertas, rencores enquistados y narrativas que escapan a una comprensión simple. Por más que intento informarme de la manera más neutral posible, no alcanzo a abarcar su complejidad.
Eso sí, lo que sí pido -desde el fondo del alma- es que se respete a los civiles. Especialmente a los niños. Ellos no tienen culpa alguna de las decisiones de los poderosos, de guerras que se heredan, que escalan y que no benefi cian a nadie… salvo a los de siempre: a los corruptos, a los que buscan poder, a los que comercian con el miedo y venden armas como quien vende pan.
Vivir en un país sin guerra, en una ciudad donde no hay que correr al refugio cuando suenan sirenas, es una suerte inmensa. Es también una responsabilidad: la de no dar por sentado lo que tenemos y la de mirar al mundo con empatía, conscientes de que, en otro lugar y con un giro del destino, podríamos ser nosotros quienes sufren el miedo, la pérdida y la incertidumbre.
Agradecer la tranquilidad que nos rodea no es conformismo, es reconocer su valor y comprometernos a conservarla. Porque vivir sin guerra no es lo normal en todas partes. Es, hoy más que nunca, un acto de suerte… y también de conciencia.
Con P de Paz.







