Con P de Palencia
Este mes me apetece compartir algunas anécdotas que me han ocurrido viviendo y viajando por distintas partes del mundo. Pequeñas diferencias culturales que, vistas con el paso del tiempo, son una fuente inagotable de historias… y de sonrojos.
La más reciente sucedió la semana pasada en el sur de Inglaterra.
Fui al supermercado con mi hija mayor y, de repente, se me antojaron unos churros. Recordé que tiempo atrás había visto un cartel anunciándolos y se lo comenté con entusiasmo. Ella me rogó -casi suplicó- que no preguntara nada, que le daba muchísima vergüenza. Está en esa edad en la que el simple hecho de que su madre respire en público resulta socialmente comprometedor.
Cuando ya había descartado la idea, vi a un jovencito de rostro amable y decidí armarme de valor. Le pregunté y él respondió rápidamente que no sabía qué era eso, mientras mi hija me miraba con una mezcla de condescendencia y resignación.
—Perdona -intervino ella-, es que mi madre no sabe pronunciarlo.
Y entonces fue mi hija quien repitió la palabra mágica con un perfecto acento británico:
—Thurrocks.
El chico reaccionó al instante:
—¡Ah! Thurrocks, me encantan.
Victoria adolescente.
Acto seguido, nos regaló un consejo culinario difícil de olvidar:
—Mi recomendación es ponerlos media hora en el microondas.
¿Media hora? Qué manera tan eficaz de carbonizar un plato tradicionalmente suculento. Pero aún había más.
—Eso sí -añadió con vehemencia-, no te olvides de añadirles mayonesa. Eso es lo que les da el toque.
Ahí comprendí que, efectivamente, estaba muy lejos de casa.
Pero no ha sido la primera vez que una diferencia cultural estuvo a punto de meterme en un buen lío. Hay anécdotas que hoy me causan risa, pero que en su momento casi acaban con mis huesitos en la cárcel.
La primera ocurrió en mi primer vuelo como pasajera en Arabia Saudí, de Yeda a Riad. Yo iba vestida de uniforme porque trabajaba después. Recuerdo que hacía un calor espantoso y, aun así, tenía que llevar camisa de manga larga, chaqueta, pañuelo en la cabeza y gorra. En un momento de dudosa lucidez, se me ocurrió quitarme la chaqueta. Pensé que, al fin y al cabo, llevaba los brazos tapados con la camisa. Error.
Me quedé dormida y aterrizamos sin incidentes. Pero al llegar al autobús que nos llevaba a la terminal, una de las azafatas se me acercó y me confesó que había tenido que interceder por mí mientras dormía. Al parecer, varios pasajeros estaban alteradísimos y querían llamar a la policía. ¿El motivo? Que me había quitado la chaqueta. Aquello no estaba bien visto. Esto fue hace doce años; hoy en día las cosas han cambiado bastante y probablemente no me habría pasado nada.
La siguiente anécdota fue en Irán, en uno de mis vuelos de trabajo. Al aterrizar me tocó hacer la inspección exterior del avión. Recuerdo perfectamente que había dos hombres que me observaban y me seguían durante todo el recorrido. Mi sexto sentido me decía que algo no iba bien.
Cuando subí de nuevo al avión, pude oír cómo discutían airadamente con mi compañero mientras me señalaban. Decían que iban a imponer una multa a la aerolínea porque yo había sido una fresca: había bajado al aeropuerto y me había paseado con el pelo descubierto. Aquí tengo que aclarar que en ese momento no había nadie en la pista del aeropuerto.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que se me había olvidado ponerme la gorra y el pañuelo.
Pedí perdón de la manera más sumisa que supe, prometí que no volvería a suceder y, afortunadamente, retiraron la multa. Yo recuperé la compostura… y no volví a olvidar la gorra nunca más.
Y, por si aún dudaba de que viajar es una constante lección de humildad, en uno de mis últimos viajes a China decidí ir por primera vez a la peluquería. Por supuesto, nadie hablaba inglés y todo el mundo me miraba con curiosidad, como si yo fuera parte del servicio… pero sin saber muy bien de qué.
Muerta de vergüenza, conseguí explicar a base de mímica lo que quería. Tras muchos gestos y sonrisas nerviosas, por fin me llevaron a lavar el pelo. Allí me sentí completamente ridícula. Había una especie de camilla junto al lavabo y un taburete. Decidí sentarme en el taburete y, de inmediato, la peluquera estalló en carcajadas. Al parecer, debía tumbarme en la camilla mientras me lavaban el pelo.
Superado el shock inicial, he de confesar que es muchísimo más cómodo que nuestras peluquerías occidentales, donde el lavabo parece diseñado por la Inquisición y el lavado de cabeza se vive como un potro de tortura para el cuello. Viajar enseña muchas cosas: idiomas, costumbres y, sobre todo, cuándo es mejor no quitarse la chaqueta, no olvidar el pañuelo, tumbarse sin protestar y jamás, bajo ningún concepto, añadir mayonesa a los churros.
Aprovecho para desearles una muy Feliz Navidad en familia y un 2026 sublime.
Con P de perdonar, porque pocas palabras son tan pequeñas y tan grandes, sobre todo en Navidad.





