La actriz y locutora palentina Natalia San Millán transforma desde hace casi cuatro años un local en el corazón cultural de la ciudad

Jesús García-Prieto / ICAL

Han pasado casi cuatro años desde que una joven palentina decidiera volver a su tierra para poner en marcha su mayor sueño: un espacio dedicado a la cultura como La Ballena 60. No es solo un local con focos y cortinas negras; es un refugio, un útero creativo donde las almas inquietas encuentran su voz, donde el teatro se entreteje con la música y la acuarela se une con la risa espontánea de la improvisación.

Hace casi cuatro años, en enero de 2021, Natalia San Millán Asenjo, una hija pródiga de esta tierra, decidió que el exilio voluntario en las grandes ciudades había terminado. Regresó con el equipaje de sus sueños y la certeza de que Palencia, esa ciudad dormida bajo el Carrión, merecía un despertar cultural. Hoy, La Ballena 60 no es solo un coworking cultural; es un testimonio emotivo de cómo una sola chispa puede encender una hoguera colectiva, un lugar donde los prejuicios se disuelven como niebla al amanecer y la creatividad fluye libre, como el canto de una ballena en alta mar.

Natalia no es una forastera en este relato. Nacida en Palencia, su trayectoria es la de tantas jóvenes talentos que parten en busca de horizontes más amplios. Primero, la Escuela de Arte Dramático de Extremadura la acogió en Cáceres durante cuatro años intensos, moldeando su pasión por el escenario. Luego, Madrid, la urbe devoradora de sueños, la vio especializarse en interpretación ante la cámara y locución en la Central de Cine y la Escuela Luisa Ezquerra, ligada a la Universidad Rey Juan Carlos. Allí, entre guiones y micrófonos, forjó una carrera que la llevó a doblajes y narraciones que susurran en radios y pantallas. Pero el confinamiento de 2020, ese paréntesis cruel en el mundo, le abrió los ojos. “Me volví a Palencia porque necesitaba raíces”, señala.

Natalia San Millán: «Estoy orgullosa de que La Ballena 60 esté logrando una oferta cultural diferente»

“Después del Covid, me volví y, por mi manera de ser y mi alma creativa, necesitaba crear un espacio donde pudiese desarrollarme y dar un punto de cultura a la ciudad. Ayudar, más que ayudar, inculcar la cultura”, relata esta palentina. No era un capricho; era una necesidad visceral. En una ciudad pequeña, donde la oferta cultural a veces se reduce a ecos lejanos, Natalia soñó con un oasis: clases de teatro para todas las edades, rincones para artistas nómadas, eventos que unieran lo efímero del arte con lo perdurable de la comunidad. “Quería dar la posibilidad a más gente artista que pudiese desarrollar sus proyectos o sus clases o lo que cada uno eligiese”, añade.

Los comienzos fueron un salto al vacío, teñido de dudas. “Lo abres con el interrogante de lo que va a suceder, en una ciudad pequeña donde no había nada de esto”, admite Natalia, evocando esos primeros meses de 2021. El local en el número 60 de la Mayor Antigua fue amor a primera vista tras una búsqueda ardua, un año de idas y venidas con sus padres y su marido, como un equipo de exploradores en una jungla urbana. “Estuvimos buscándolo alrededor de un año, porque no valía cualquier local. Necesitaba una sala amplia para dar clases de teatro, sin columnas, con baños, camerino, almacén, otras salas. Y de repente, me apareció esto y fue como ¡guau!”. El espacio, con su cristalera que deja entrar la luz natural como un foco divino, era perfecto: un lienzo en blanco esperando ser pintado con risas y aplausos.

Transformarlo en lo que es hoy, fue un acto de amor colectivo. “Había que darle vida”, dice Natalia. “Ahora vas, te regalan fotos, va creando su historia. Almacenamos escenografías que luego utilizamos para otras cosas, y se va completando”. Su madre, con manos de artesana, restauró las butacas de la entrada y muebles que ahora custodian la puerta como guardianes mudos. Juntos, convirtieron un hueco vacío en un hogar: la Sala Corita, el corazón versátil con su cortina negra y cuatro focos, lista para vestirse cada día con las ilusiones de quienes entran; y el Ambigú, la sala pequeña inspirada en los antiguos espacios teatrales donde se susurraban críticas y confidencias post-obra.

Pero, ¿por qué ‘La Ballena 60’? El nombre es poesía pura, un guiño al fresco de David de la Mano, un artista amigo de la familia que pinta ballenas en fachadas enteras. “En la Sala Corita hay una pintura de él, y durante la búsqueda de nombres, me encontré otra vez su obra. Empecé a ver ballenas y ballenas”. Investigando, Natalia descubrió que la ballena simboliza “creatividad y crianza”: un alma no solitaria, que viaja en manada por océanos profundos, nutriendo a los suyos. “Me pareció muy bonito unirlo para crear un mundo artístico, imaginación en las cabezas de los más pequeños. Pero siempre enfocando en adultos también”. El “60” es mero pragmatismo geográfico, pero en su conjunto, evoca una criatura mítica que nada en las aguas estancadas de la rutina, llevando consigo sueños y emociones.

En los casi cuatro años que han transcurrido desde la inauguración, La Ballena 60 ha sido un río desbordado de vida. “Están siendo como una experiencia alucinante. En la vida me pude imaginar todo lo que hemos ido construyendo”, confiesa Natalia. Al principio, cada inscripción era una victoria: “¡Os habéis apuntado tres! Luego ¡cinco! Era como cada día una alegría”. Hoy, el boca a boca ha tejido una red invisible: grupos nuevos que se llenan en horas, profesores que llegan de lejos. “Entre los profesores tenemos a gente muy importante como Almu Cuesta, ilustradora de National Geographic, dando clases de acuarela”, explica. “Estoy muy emocionada”. Hay días malos, claro —nada es un cuento de hadas—, pero el balance es un tapiz de satisfacción. “Da mucho orgullo, sin duda”.

Una de las actividades que más acogida ha tenido entre los participantes es el Laboratorio de Improvisación, un experimento audaz nacido el año pasado, donde adultos de distintos grupos se unen en un torbellino de espontaneidad. “Se nos ocurrió como un experimento en toda regla. Vienen de todos los grupos, que normalmente no se juntan nunca, y el público no sabe qué va a pasar. Les meto en líos muy grandes para hacer impro”, explica Natalia. Con entrada mínima de cinco euros, la sala se llena mes tras mes. “Ver que la gente responde, viene a disfrutar y se lo pasa tan bien, es genial”.

Después llegan los grandes saltos como llenar la biblioteca o el más importante para un actor palentino, llenar el Teatro Principal. “Vendimos 400 entradas para una función que dejó el patio de butacas rebosante, palcos colmados. Estaba lleno completo. Es una barbaridad”, afirma Natalia con felicidad.

La programación de La Ballena 60 es un caleidoscopio de pasiones: teatro diario para todas las edades, donde niños y mayores exploran personajes sin miedos; cajón flamenco que retumba; guitarra que susurra melodías olvidadas; un grupo musical donde aficionados tejen versiones colectivas y culminan en conciertos íntimos. “Es una actividad muy interesante”, dice Natalia. Luego, la acuarela con Almu Cuesta, pinceladas que capturan paisajes lejanos en lienzos locales; stand-up comedy para valientes que desnudan sus miedos en risas. Y cada mes, una programación que muta como las estaciones: yoga facial para rejuvenecer el alma, talleres de música y movimiento en familia que convierten balbuceos en sinfonías; neones, aguja mágica, bordado, arteterapia. “Vamos un poco cada mes a una aventura nueva”. Es un coworking cultural donde el arte no es elitista; es accesible, un bálsamo para el espíritu.

La Ballena se ha convertido en este tiempo en un faro emotivo libre de prejuicios, juicios y etiquetas. “Me parece obligatorio un espacio seguro donde seas quien seas, puedes venir a disfrutar y ser tú mismo”, enfatiza Natalia. En las clases de teatro, repite como mantra: “No juzguéis a los personajes. Es muy importante para un actor que no le juzgues”. Extiende esa filosofía al día a día: “Tendría que ser así en la vida. No juzgar a nadie y que cada uno seamos como queramos ser”. Aquí, la ballena fluye “como una actriz en el escenario”, se comunica, escucha, avanza de la mano. “Es un sitio muy familiar, un remanso sin juicios, donde cada uno es el mismo. A la gente que no viene, se lo recomendaría 100 por cien”.

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Natalia San Millán – La Ballena 60 – Lucía Burón Cabrero ICAL.jpg

Los niños, esos peques que Natalia llama “mis amiguitos”, son el latido más tierno. Además de los 70-80 alumnos de teatro en La Ballena, imparte clases en colegios de la capital, una aventura que empezó con la urgencia de “necesitamos que vuelva el teatro a los coles”. “Cada año salen colegios nuevos, porque los niños prueban todo para saber qué les gusta” y estos responden con una pureza que desarma. “Hay de todo, pero algunos son increíbles. Te reconforta mucho porque lo disfrutan tanto. Se acaba la clase y te dicen que quieren más”. Una niña, alumna desde la inauguración, le regaló una postal: “Eres la mejor profe del mundo, sé que si alguien está triste tú irías a ayudarle”. Otros la llaman “segunda madre”. “Te llena el corazoncito”, asegura Natalia entre risas.

Recordar el recorrido despierta en Natalia un torbellino de emociones. “Hay momentos que me paro a pensar y ver dónde queremos ir. En poco tiempo he conseguido tanto que estoy muy orgullosa, feliz y siento mucha satisfacción y agradecimiento por todos los que vienen, que lo sienten como su casa, imprescindible en su vida”, asegura. “Estoy sorprendida en cómo he llegado a esto”. El boca a oreja en Palencia es magia pura: “La gente habla muy bien de La Ballena.”.

Mirando al futuro, Natalia sueña en grande, pero con los pies en la tierra. “Se me van ocurriendo muchas cosas, les propongo locuras y lo reciben muy bien. Sin ellos sería imposible”.

En La Ballena 60, Palencia ha encontrado su pulso creativo. Natalia San Millán, con su regreso, ha tejido un tapiz donde cada hilo es una historia: la de la niña que dibuja postales de gratitud, el adulto que improvisa miedos en risas, la ilustradora que pinta mundos lejanos en aulas locales. “Fluye mucho, se comunica, se escuchan”. Y en ese flujo, Palencia encuentra su mar.

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