Fue en el año 1934 cuando Ignacio Santiago, gracias a una caldera de 150 litros y la savia de los majuelos puso en marcha una de las dos fábricas del municipio
En el año 1934 comienza la historia de uno de los pilares de San Cebrián de Campos, cuando Ignacio Santiago decidió convertir el fruto de la tierra en algo más que vino. Con una caldera de 150 litros comprada en La Seca (Valladolid) y la savia de los majuelos que rodeaban el pueblo, puso en marcha una de las dos fábricas de aguardiente que llegaron a humear en esta localidad. Hoy, su nieto, Ñaqui Quirce Santiago, rescata del olvido la historia de un negocio que fue sinónimo de vida durante cuatro décadas.
El origen: viñedos, orujo y economía circular
En los años 30, San Cebrián era un mar de viñas. “Había más de 1.000 hectáreas de viñedo -explica Quirce-. Cada familia tenía su majuelo”. La producción de vino alcanzaba cifras asombrosas: 40.000 cántaros se vendían fuera y otros 30.000 se consumían localmente. Pero el verdadero ingenio estaba en el aprovechamiento total de la uva: los desechos (raspones, hollejos y pepitas) viajaban desde pueblos como Valdespina o Paredes hasta la fábrica de Santiago Bravo. Allí, se transformaban en aguardiente mediante un alambique, y lo que sobraba -el orujo seco- servía como combustible para alimentar la misma caldera. “Todo se reaprovechaba”, subraya su nieto.

Seis meses de actividad
La fábrica funcionaba en campañas de octubre a abril, empleando a cuatro obreros en dos turnos. “No eran jornadas de ocho horas -aclara Quirce-, pero daban sustento a familias enteras”. La fábrica se llenaba de pirámides de raspones, hollejos y pepitas que el propio José Ignacio recuerda como “montañas oscuras” que veía cuando iba a asar patatas al horno de la fábrica.
El aguardiente resultante se vendía principalmente en Palencia capital, donde era apreciado por su calidad.

El ocaso: el regadío que borró las viñas
El declive llegó con los años 60. El Plan de Tierra de Campos era a provechar los recursos hidraúlicos de los numerosos pantanos que se construían entonces, para así crear superficies de regadío en el centro y sur de la provincia y disminuir la despoblación rural. “La instalación del regadío arrasó los viñedos -relata Quirce-. La gente comenzó a transformar en regadío 100.000 hectáreas de secano”, por lo que sin materia prima, la actividad decayó hasta cerrar en 1975, aunque siguió viva la esencia de las bodegas subterráneas del pueblo, donde las familias seguían yendo a tomar el “vermú de las once” o a merendar los fines de semana.
Un recuerdo
Hoy, la fábrica de aguardiente es solo un recuerdo en la memoria de algunos de los vecinos del municipio. Su historia va unida a la de un pueblo que fue “capital del aguardiente” junto a otras industrias singulares, como la fábrica de maltas, la de fideos y la de tejas. Y hace unos años se remodeló para el disfrute de la familia y amigos del pueblo.
Haciendo alusión a tres de ellas el refrán decía: “En San Cebrián hay tres cosas que no hay en el mundo entero: fábrica de alcoholes, maltas y fideos”.
